Mucho vio, consiguió y aprendió, hasta que un día se encontró a una campesina. Poco tardó el explorador en caer perdidamente enamorado de ella. Tuvo que luchar mucho, e incluso debió perder y dejar atrás todo lo que un día tuvo, pero finalmente logró ganar la larga batalla y estar al lado de la mujer que quería. Creía haber logrado su cometido, haber descubierto lo que era el amor.
El explorador, ya sin nada en su vida más que la campesina, vivió por y para ella. Fue inconmesurablemente feliz y se dedicó a hacerla sentir igual. Pero no fue así. La campesina no había dejado atrás su vida, su familia, su hogar en el desierto. Y por mucho que quiso al explorador, nunca pudo vivir por y para él. Él lo interpretó como falta de cariño y se lo recriminó. Ella luchó por sentirse igual, pero era infructuoso. Finalmente, no pudo ser. La campesina decidió seguir con su vida y el explorador volvió a lanzarse al desierto.
Mucho tiempo volvió a pasar el explorador entre las dunas, ya sin la misma energía que antes. Buscó algunas de las cosas que había dejado, pero ya no estaban ahí. No era la misma persona. Era mucho más frío, más seco, menos benévolo. Hizo cosas que nunca habría creído posible de sí mismo. Traicionó, robó, asesinó. Su nueva travesía por el desierto fue muy larga y llena de malicia.
Un día el explorador se sintió muy vacío, y se dejó caer junto a una palmera. A la distancia vio una figura, que mientras se acercaba más y más alcanzó a reconocer como uno de los jinetes más reconocidos de la región. El explorador siempre le había hecho burla por su forma de ser. Pero esta vez, vencido, decidió prestarle atención y escucharlo. El jinete no había llegado a ser caballero por casualidad. Había trabajado desde el punto más bajo de su vida hasta ser coronado. Donde menos lo pensó, el explorador consiguió inspiración.
El explorador siguió el ejemplo del jinete y empezó a reformarse desde cero. A trabajar a diario entre las arenas, a sudar, a quebrar cada fibra de su cuerpo. A recuperar todas las cosas que perdió antes de su viaje. A perseguir aquellas metas que se había trazado años antes. No fue fácil, pero tras un arduo esfuerzo el explorador lo logró.
Ya no vivía en una carpa, sino en un magnífico castillo. Ya no buscaba agua de oasis en oasis, ahora tenía fuentes de todos los tipos. Ya no estaba solo, lo rodeaba su numerosa familia y grandes amigos, a quienes ahora tenía la fuerza para proteger. Ya no era un mero explorador sin rumbo, ahora era grande. Nunca tanto como el jinete de su inspiración, pero lo era.
Un día, viajando muy tranquilamente por un pequeño pueblo, el explorador se consiguió a la campesina. No la ignoró, pues ella no se merecía tal trato. Compartieron unas pocas palabras amables y luego siguió cada uno por su camino.
De regreso a su castillo, el explorador se dio cuenta de que si no hubiera sido por ella, nunca habría tenido la motivación para triunfar; nunca se habría fijado en el reconocido jinete. Conforme entraba a su hogar, miraba todo a su alrededor, y se daba cuenta de que se lo debía a la campesina. Sin ella, no tendría nada de eso. El explorador sonrió agradecido.
Una vez que se sentó en su trono, el explorador se fijó en una silla vacía a su lado, y algo vio. A pesar de todo lo que tenía ahora, de haber llegado más lejos que nunca, de haber conquistado mil y una riquezas. A pesar de no ser la misma persona, ni de cerca. A pesar de todo, quería que la persona sentada a su lado aún fuera la campesina.
Ese día, el explorador descubrió lo que era el amor.
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