Ese viernes de mayo empezó con mayúscula. ¿Y cómo no? Todo aquello importante merece ser escrito con una mayúscula en su comienzo. Y ese viernes en que la conoció no es que empezó con una mayúscula - es que esa mayúscula era la primera letra de todo un nuevo libro.
¿Cómo hacen los escritores? Esos primeros capítulos fluyen tan naturalmente, como si la historia hubiera nacido para contarse. Tantas ideas, pero sobre todo, tantas mayúsculas para tantos personajes, que entran a la trama y se ponen tan cómodos que amenazan con nunca irse. Tantos nombres que hasta hacen que el de ella quede como uno más.
Entonces empiezan las comas, y es que la historia tampoco va a correr en línea recta siempre - ni que fuera un corredor de distancia. Comas que hacen que los caminos se tuerzan, que las promesas se rompan, que las realidades cambien. Comas que juntan a personajes, para que nunca más dejen de mirarse. Esas comas que mucho más adelante iban a dar vida a los "te amo, pero..." de pesadilla y a los hermosos "..., pero te amo." que iban a cerrar capítulos.
Y claro que van a estar los paréntesis. Puede estar cayéndose el cielo o abriéndose los mares, pero no hay trama que se sostenga sin el desarrollo de los personajes. Cada evento, y sobre todo, cada interacción con los otros personajes los hará crecer. Paréntesis que los cambian, letra por letra. Y así el niño que miraba atrás, se logró fijar en lo que estaba a su lado. Y así la niña que temía al mundo, encontró en ella un fuego imperecedero.
Y entre mayúsculas, comas y paréntesis, cambió todo: la fuente, su tamaño, su color. ¿Por qué no cortaron el libro? Nadie nunca lo sabrá, pero lo cierto es que ya era otra trama. Ya sus motivaciones habían dado todo un vuelco: ella quería volar. Él quería volar con ella. Tanto crear suspenso terminó en una resolución hermosa. ¿Acaso los escritores lo sabían al escribir el primer capítulo? Lo dudo. Pero mejor no les pudo salir.
Pero más que obvio, ninguna historia es perfecta. Ni escrita por el mismo Walt Disney. Cada vez interrumpen más las comas, encierran más los paréntesis, y las cursivas dejan palabras en pensamientos, nunca transformándose en diálogo. ¿Quién dice que porque los caminos de los protagonistas se cruzaron, no van a volver a separarse? Es natural, es la vida. Y el arte imita la vida.
Y entonces entra el pecado de todo escritor - el capricho. Si un día decidió que esta historia va hacia este punto, así tiene que ser. Y de esa manera empiezan capítulos cruentos, enredados, casi imposibles de leer. Cuántos signos de interrogación aparecen. ¿Por qué este protagonista traiciona su ser, y lo que le hace tan grande? ¿Por qué esta protagonista toma estas decisiones, pareciendo ser las equivocadas? ¿Por qué tengo que ver la misma historia una y otra vez?
E inevitablemente llega el momento en que el escritor debe aceptar lo que escribir le ha enseñado: la historia no la dicta ni tu agente, ni tu productor, ni tu público. Ni siquiera la dictas tú. La historia la dictan tus personajes: seres inertes nacidos de tu bolígrafo, que poco a poco dejan de hacer lo que les pides y te dicen a ti qué es lo que deben hacer.
Quizás sufra, llore, o se quiebre su ser. Pero el escritor lo hará. Tomará su bolígrafo y obedecerá lo que a gritos claman sus personajes.
Con delicadeza, el escritor se tomará segundos -que parecerán siglos-, para dedicarle aquella última mayúscula que merece y siempre merecerá su protagonista, y la decorará con un punto.
"Fin".
-y entonces, dispondrá de mil hojas en blancas como lienzo, para pintarlas con mayúsculas que ni sabía que existían-
miércoles, 30 de abril de 2014
jueves, 3 de abril de 2014
Hipercresía
En medicina aprendes rápidamente a anteceder palabras con los prefijos hiper- o hipo- para denotar si un elemento se encuentra alto o bajo, respectivamente. La palabra hipocresía poco tiene que ver con ello, ya que viene del griego hypokrisis, que define lo que es el término: actuación, cobarde, celoso. Conocemos como hipócrita a aquella persona que no es congruente consigo mismo, cuyas palabras y hechos se contradicen entre sí.
Tiempo atrás, solía sentir rabia hacia aquellas personas que lo eran. Estaba muy pendiente de cómo actuaban frente a mí y cómo lo hacían cuando no, intentando apartarlas lo más posible solo por este hecho (que no es poco). Se puede decir que estaba hasta obsesionado con ello, sospechando de todo el mundo. El punto es que simplemente no lo toleraba.
Lo que era irónico, habiendo sido yo también una persona hipócrita. Jamás fui doble cara, comportándome de diferentes maneras frente a una persona y a sus espaldas. Pero no era congruente - era varias personas en una. Uno era el que compartía con su familia, otro era el que salía con sus amigos, y otro más era el que estaba con la persona que quería. No era a propósito, simplemente las situaciones suscitaban diferentes respuestas.
Hasta que ya no fue así. Sería erróneo apuntar a un evento específico, ya que fueron varios los que trajeron ese cambio, pero hace casi dos años dejé de serlo. Tiempo después, y sin darme cuenta, me percaté de que no importaba con quién estuviera, siempre era la misma persona. No necesitaba esconder mis excentricidades ni inventarme otra personalidad - ya era feliz en todo momento.
Por eso desapareció la rabia hacia las personas hipócritas, porque el sentimiento ahora es de lástima. Y es que debe ser triste, ¿no? No poder ser quien eres, evitar hablar de lo que deseas, tener que construir una fachada para que la gente no vea lo que piensas y sientes. Porque a la final, lo que hacen es limitarse, y eso les impide cualquier crecimiento.
Y es pan de cada día. Aquel que frente a su novia y frente a sus amigos es dos personas totalmente diferentes. Aquella que siente un inmenso cariño hacia alguien, pero frente a los demás pretende apenas conocerlo. Aquel que junto a desconocidos se inventa mil historias y cualidades a las que ni se acerca. Aquella que destruye a la otra, pero va y la aprovecha cada vez que la necesita. Es triste.
Por ello, me tomo la libertad de inventar la palabra hipercresía, que es por lo que debe pugnar uno. Esa coherencia con uno mismo, la armonía entre pensamiento, palabra y acción. Esa libertad de ser sencillamente quien uno es, no tiene precio. Es más fácil y mejor vivir así.
Sé hipércrita.
Tiempo atrás, solía sentir rabia hacia aquellas personas que lo eran. Estaba muy pendiente de cómo actuaban frente a mí y cómo lo hacían cuando no, intentando apartarlas lo más posible solo por este hecho (que no es poco). Se puede decir que estaba hasta obsesionado con ello, sospechando de todo el mundo. El punto es que simplemente no lo toleraba.
Lo que era irónico, habiendo sido yo también una persona hipócrita. Jamás fui doble cara, comportándome de diferentes maneras frente a una persona y a sus espaldas. Pero no era congruente - era varias personas en una. Uno era el que compartía con su familia, otro era el que salía con sus amigos, y otro más era el que estaba con la persona que quería. No era a propósito, simplemente las situaciones suscitaban diferentes respuestas.
Hasta que ya no fue así. Sería erróneo apuntar a un evento específico, ya que fueron varios los que trajeron ese cambio, pero hace casi dos años dejé de serlo. Tiempo después, y sin darme cuenta, me percaté de que no importaba con quién estuviera, siempre era la misma persona. No necesitaba esconder mis excentricidades ni inventarme otra personalidad - ya era feliz en todo momento.
Por eso desapareció la rabia hacia las personas hipócritas, porque el sentimiento ahora es de lástima. Y es que debe ser triste, ¿no? No poder ser quien eres, evitar hablar de lo que deseas, tener que construir una fachada para que la gente no vea lo que piensas y sientes. Porque a la final, lo que hacen es limitarse, y eso les impide cualquier crecimiento.
Y es pan de cada día. Aquel que frente a su novia y frente a sus amigos es dos personas totalmente diferentes. Aquella que siente un inmenso cariño hacia alguien, pero frente a los demás pretende apenas conocerlo. Aquel que junto a desconocidos se inventa mil historias y cualidades a las que ni se acerca. Aquella que destruye a la otra, pero va y la aprovecha cada vez que la necesita. Es triste.
Por ello, me tomo la libertad de inventar la palabra hipercresía, que es por lo que debe pugnar uno. Esa coherencia con uno mismo, la armonía entre pensamiento, palabra y acción. Esa libertad de ser sencillamente quien uno es, no tiene precio. Es más fácil y mejor vivir así.
Sé hipércrita.
viernes, 14 de febrero de 2014
Te regalo
¿Qué te puedo dar hoy? ¿Qué te puedo regalar que no haya hecho ya, y que haga justicia a mis sentimientos?
Te puedo dar rosas. Pero, ¿para qué? Ya 29 te he dado en esta corta vida mía, y corta se queda la cantidad. No, mejor no. Le dejo las rosas a aquellos cuyos sentimientos tienen límite, quienes algún día van a haber dado suficientes. Que sigan comprándolas hasta que lleguen a su número, porque para mí no existe.
¿Y por qué no te doy un---? No, ni puedo terminar la pregunta. Peluches, joyas. Es todo lo mismo. ¿De qué vale regalarte algo material? Lo vas a agradecer y te va a gustar, pero no es para lo que vives. Lo último que eres es superficial, y nunca algo definido por el dinero va a tener tanto valor como un gesto. Que se los queden también ellos, esos que necesitan un objeto para expresarse.
O mejor, una montaña de chocolates. O una infinidad de galletas crocantes. O donas rellenas de todos los sabores. O muffins esperándote, reposando sobre tu alfombra. O tortas más dulces imposible. Mierda. Para considerarme una persona creativa, que falto de ideas estoy. ¿Cómo es posible que no se me ocurra algo que no sea repetirme? Quizás te pueda hacer probar finalmente el sushi. Quizás, porque seguramente ya lo hiciste.
¿Mi sonrisa? Muy tarde. Ya una vez te cité una canción: voy a regalarte mi mejor sonrisa, por si un día lloras tengas mi alegría, y te sientas siempre protegida niña. Y qué poco va a poder hacer esta insulsa sonrisa, comparada con esa, esa de 384 palabras -y más que faltaron-. Que ni se te ocurra sonreírme de vuelta, porque mi regalo quedaría en nada.
Tampoco puedo darte mi tiempo. Por enésima vez, no puedo volver a hacer el mismo obsequio. Aquel 28 de diciembre te dije: te regalo estos 365 días que están por empezar. Y qué vacío sería regalar algo en lo que te cuelas a cada rato, absorbiendo y llevándote para ti mis segundos, minutos, horas y días. Si ya te los robas, de nada vale darte permiso.
¿Qué te regalo? ¿Qué no he hecho ya? ¿Qué voy a sentir como suficiente y digno de ti?
Bueno, hay algo.
Algo más preciado para mí que cualquier otra cosa. Algo que llevo siempre conmigo, como arma y escudo. Algo que pongo en todo lo que hago en la vida. Algo que me permite crecer cada día. Que me define.
Ten. Te regalo mis palabras.
Feliz día.
Te puedo dar rosas. Pero, ¿para qué? Ya 29 te he dado en esta corta vida mía, y corta se queda la cantidad. No, mejor no. Le dejo las rosas a aquellos cuyos sentimientos tienen límite, quienes algún día van a haber dado suficientes. Que sigan comprándolas hasta que lleguen a su número, porque para mí no existe.
¿Y por qué no te doy un---? No, ni puedo terminar la pregunta. Peluches, joyas. Es todo lo mismo. ¿De qué vale regalarte algo material? Lo vas a agradecer y te va a gustar, pero no es para lo que vives. Lo último que eres es superficial, y nunca algo definido por el dinero va a tener tanto valor como un gesto. Que se los queden también ellos, esos que necesitan un objeto para expresarse.
O mejor, una montaña de chocolates. O una infinidad de galletas crocantes. O donas rellenas de todos los sabores. O muffins esperándote, reposando sobre tu alfombra. O tortas más dulces imposible. Mierda. Para considerarme una persona creativa, que falto de ideas estoy. ¿Cómo es posible que no se me ocurra algo que no sea repetirme? Quizás te pueda hacer probar finalmente el sushi. Quizás, porque seguramente ya lo hiciste.
¿Mi sonrisa? Muy tarde. Ya una vez te cité una canción: voy a regalarte mi mejor sonrisa, por si un día lloras tengas mi alegría, y te sientas siempre protegida niña. Y qué poco va a poder hacer esta insulsa sonrisa, comparada con esa, esa de 384 palabras -y más que faltaron-. Que ni se te ocurra sonreírme de vuelta, porque mi regalo quedaría en nada.
Tampoco puedo darte mi tiempo. Por enésima vez, no puedo volver a hacer el mismo obsequio. Aquel 28 de diciembre te dije: te regalo estos 365 días que están por empezar. Y qué vacío sería regalar algo en lo que te cuelas a cada rato, absorbiendo y llevándote para ti mis segundos, minutos, horas y días. Si ya te los robas, de nada vale darte permiso.
¿Qué te regalo? ¿Qué no he hecho ya? ¿Qué voy a sentir como suficiente y digno de ti?
Bueno, hay algo.
Algo más preciado para mí que cualquier otra cosa. Algo que llevo siempre conmigo, como arma y escudo. Algo que pongo en todo lo que hago en la vida. Algo que me permite crecer cada día. Que me define.
Ten. Te regalo mis palabras.
Feliz día.
domingo, 5 de enero de 2014
384
No temas, no voy a revelar todos tus secretos. Morirán conmigo y los enterrarán junto a mí. Tampoco es que sean muchos, hay suficiente espacio en la urna para ambos. Y es que de todas maneras, ¿qué ganaría haciéndolo? Si ya tu sonrisa te delata.
Esa sonrisa llena de alegría. Que por cada segundo que se hace presente, enumera una a una las cosas buenas de tu vida. Que ni un aviso fluorescente en mayúsculas recalcaría tan bien lo agradecida que estás. Que es una ventana a todas esas cosas tan simples que la gente da por hechas, pero que para ti lo son todo.
Esa sonrisa, bañada en esperanza. Que al separar tus labios deja ver como una película cada uno de tus sueños. Que hace evidente que no son anhelos o ilusiones, sino tu futuro. Que no deja espacio para duda alguna, porque sabes bien que vas a conseguirlo todo.
Esa sonrisa tan fuerte. Que puede aguantar el más temible y devastador huracán. Que año tras año no cambia, no se quiebra, no se tuerce, que sigue inclinándose muy levemente a la derecha. Que ha soportado el peso del mundo y aún así va y se ofrece a llevar más carga sobre sus hombros.
Esa sonrisa que no puede mentir, que habla de tu tristeza. Que ni bajo el sol más resplandeciente borra ese resquicio de aquello que extrañas. Que lamenta profundamente lo injusta que es la vida, poniendo distancias donde no se merecen. Que recrimina los lances del destino, castigando a quien solo bien ha obrado.
Esa sonrisa, que el miedo poco deja escapar. Que está enmarcada por temores que nunca han querido dejar de perseguirte. Que narra esas marcas de tu niñez aún presentes, escondidas cual cicatriz. Que no te deja liberarte y mostrar todo lo que eres, pues amenaza con un día quitártelo.
Esa sonrisa tan brillante, que cuando por fin se deja ver ilumina el cuarto y opaca todo a su alrededor. Esa sonrisa tan caliente, que es capaz de encender el alma y hacerla arder. Esa sonrisa tan pura, que como agua de manantial borra todo lo malo y solo deja vivo lo bueno.
Esa sonrisa tan humana y tan divina, tan plagada de todas tus virtudes y defectos. Tan perfecta, tan imperfecta.
Esa sonrisa tan tuya.
¿Ves? 384 palabras hablando solo de tu sonrisa. Por favor, no me pidas hablar de tu corazón, que necesito mis manos.
Esa sonrisa llena de alegría. Que por cada segundo que se hace presente, enumera una a una las cosas buenas de tu vida. Que ni un aviso fluorescente en mayúsculas recalcaría tan bien lo agradecida que estás. Que es una ventana a todas esas cosas tan simples que la gente da por hechas, pero que para ti lo son todo.
Esa sonrisa, bañada en esperanza. Que al separar tus labios deja ver como una película cada uno de tus sueños. Que hace evidente que no son anhelos o ilusiones, sino tu futuro. Que no deja espacio para duda alguna, porque sabes bien que vas a conseguirlo todo.
Esa sonrisa tan fuerte. Que puede aguantar el más temible y devastador huracán. Que año tras año no cambia, no se quiebra, no se tuerce, que sigue inclinándose muy levemente a la derecha. Que ha soportado el peso del mundo y aún así va y se ofrece a llevar más carga sobre sus hombros.
Esa sonrisa que no puede mentir, que habla de tu tristeza. Que ni bajo el sol más resplandeciente borra ese resquicio de aquello que extrañas. Que lamenta profundamente lo injusta que es la vida, poniendo distancias donde no se merecen. Que recrimina los lances del destino, castigando a quien solo bien ha obrado.
Esa sonrisa, que el miedo poco deja escapar. Que está enmarcada por temores que nunca han querido dejar de perseguirte. Que narra esas marcas de tu niñez aún presentes, escondidas cual cicatriz. Que no te deja liberarte y mostrar todo lo que eres, pues amenaza con un día quitártelo.
Esa sonrisa tan brillante, que cuando por fin se deja ver ilumina el cuarto y opaca todo a su alrededor. Esa sonrisa tan caliente, que es capaz de encender el alma y hacerla arder. Esa sonrisa tan pura, que como agua de manantial borra todo lo malo y solo deja vivo lo bueno.
Esa sonrisa tan humana y tan divina, tan plagada de todas tus virtudes y defectos. Tan perfecta, tan imperfecta.
Esa sonrisa tan tuya.
¿Ves? 384 palabras hablando solo de tu sonrisa. Por favor, no me pidas hablar de tu corazón, que necesito mis manos.
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